domingo, 30 de septiembre de 2007

de Elías Nandino

De Elías Nandino

A veces despertamos con una muerte a cuestas
maternal, indolora, acariciante,
que nos obliga a caminar despacio
por el miedo a caer
y nos sume en la niebla
de un tenaz y voraz presentimiento.

respiramos tranquilos;
pero de pronto, el fardo que en la espalda
con presencia invisible nos oprime
hace que el pensamiento
adivine el peligro,
y entonces, con cuidado
medimos nuestros pasos,
y hacemos penetrante la mirada
como queriendo descubrir la forma
de un enemigo próximo que anhela devorarnos.

ni la mañana con desnudez de aroma,
ni los golpes de luz ante nuestros ojos,
ni las palabras que pronuncia el viento,
logran hacer que nuestro cuerpo sienta
seguridad y fuerza
para vivir la vida que posee;
y al pasar por lugares conocidos,
por calles que sabemos de memoria,
por esquinas amigas,
nos hiere un sobresalto,
una angustiada sensación de espera,
y nos parece que todo lo que vemos
no tiene realidad
ni tampoco volumen,
que existe como existen los espectros
levitando la nube de su hueco;
y tanto nos contagia
el incierto desfile de sorpresas
que también nos sentimos
sonámbulas imágenes sin nombre.

no la mano que ardiente nos saluda,
ni la voz que nos llama
por nuestro justo nombre y apellido,
ni la pregunta disparada al paso
por un ser desolándonos
nos logran convencer
de que estamos aun en este mundo,
y la duda se vuelve certidumbre
de que ya, desde el área de la muerte,
estamos contemplando lo que existe.A

veces despertamos con una muerte a cuestas,
material, indolora, acariciante,
tan viva en su morir
que nos hace sentir que ya no somos,
pero al librarnos de ella
volvemos a tierra firme, sin descanso,
a sufrir la fatiga de la sangre,
a creer en el cuerpo que habitamos,
a contemplar el sol que late sin descanso,
a sufrir la fatiga de la sangre,
y entonces nos invade
un llanto como el llanto que lloramos
en el instante exacto de nacer,
porque todo lo que vemos nos convence
de la verdad de haber resucitado.

0 comentarios bien escritos: